Era una tarde soleada de abril, yo estaba parada en el balcón de mi habitación, los rayos del esplendoroso sol daban de lleno en mi rizada melena que se movía al compás de la suave brisa vespertina y entonces sucedió. Lo vi pasar.
Le calculé entre 18 y 20 años, con su cabello lacio y negro como la noche con el largo justo para deslizar sus dedos por la sedosidad de aquella melena y dejarlo perfectamente peinado. Su piel era demasiado blanca al contraste con su cabellera, pero no era pálido o desabrido, al contario, ese bonito color me provocaba cierta envidia. Pero lo que más llamó mi atención no fue su perfectamente marcada figura o su imponente altura de 1.89 metros, no. Fueron esos ojos de un color que aún ahora me es imposible describir, no sé si eran verdes, azules o incluso podrían haber sido grises; enormes y rodeados de una inmensidad de negras pestañas.
Bajé las escaleras de mi casa y me planté de lleno frente a él, me miró con ojos desorbitados y soltó una leve risa. Fue hasta ese momento que pensé en lo que había hecho: el desconocido me había visto correr escaleras abajo y llegar agitada hasta el lugar donde estaba, yo, una extraña estaba parada frente a él mirándole con ojos de enamorada y jadeando fuertemente por la carrera antes emprendida.
Extendió su mano y con mucha amabilidad dijo:
- Hola, me llamo Andrés, es un gusto conocerte. Que bonito cabello tienes- y me regaló la más hermosa de las sonrisas que he visto en mi vida.
En ese momento sentí la sangre subir hasta posarse en mis mejillas, mi rostro entero debió haber sido del color de una manzana porque el exclamó:
- Disculpa, ¿te pasa algo malo?
Caí en la cuenta de que había dejado escapar cerca de un minuto de silencio y él estaba a la espera de una respuesta
- No, no, ¡perdón!- mascullé atropelladamente- Me me me llamo Ana, el gusto es todo mío.
- ¿Es tu casa esa de donde has corrido?
Más pena recorrió mi cuerpo…
- Emmm… este… sí. Hay que pena que haya hecho eso ¡perdón! no lo pensé, sólo te vi, necesitaba venir y al menos saber tu nombre.
- Deja de pedir disculpas bonita, no sé si no lo notaste pero yo también te veía.
- ¿En verdad?- no pude contener mi asombro.
- Claro Ana, eres una damita bastante hermosa y parada en ese balcón eres una amenaza más que considerable para cualquier hombre de poca voluntad. Además me ha capturado tu determinación, no cualquiera corre desde su balcón a pararse enfrente de un desconocido- otra leve sonrisa.
Que bonito sonaba mi nombre saliendo de sus labios, era lo único en lo que yo podía pensar. El desconocido me invitó a tomar un café esa misma tarde. Fuimos a la vieja cafetería que estaba en la esquina de la calle Huertas, al entrar elegimos los asientos más alejados del tumulto de gente que se arremolinaba en la barra, era sábado de convivencia social y sabíamos que estar cerca de la barra dificultaría nuestra charla.
Pasé la tarde más maravillosa de mi vida, al principio yo no sabía quién era él y él no sabía quién era yo, pero no nos importó. Nos contamos anécdotas de todo tipo, desde las típicas de la infancia hasta las más recientes noticias de nuestra vida.
La noche llegó de la mano de una súbita despedida, Andrés me llevó hasta la entrada de mi casa, se paró frente a mí y yo nuevamente me sumergí en sus ojos –sí aquellos que había pasado la tarde descifrando y que aún ahora después de cerca de 5 horas de verlos sin interrupciones, no sabía como eran, no tenía ni siquiera un color claro en mi mente para poder recordar (que frustración)- y me dio el más dulce de los besos. Yo me perdí en un arrebato de sentimientos, increíbles al considerar que era alguien que tenía escasas horas que conocía, pero no me importó. Sentí las mariposas recorrer mi ser y como mis piernas se vencían al compás de la música que sonaba en mis oídos…
-¡Riiiiiiiiiing! ¡riiiiiiiing!
Entonces sonó la alarma de mi despertador.
viernes, 14 de octubre de 2011
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